[Publicado originalmente como reportaje en Gente Corriente 3 (Para todas todo. Omnia Sunt Communia), pp. 22-24, 2017. Ilustraciones de Marta Sánchez Caballero. También disponible online aquí]
La lógica de lo común
Los bienes comunes son tan antiguos como la propia humanidad. En mayor o menor medida, siempre ha existido un procomún compartido por todas las personas integrantes de una sociedad, en tanto que condición general de ventaja colectiva. Difícilmente la economía neolítica basada en la agricultura y la ganadería podría haberse expandido desde el Próximo Oriente hasta la cuenca mediterránea si los campos y pastizales no hubieran estado abiertos al uso y gestión común. Y tampoco, por cierto, a su cuidado compartido. En este sentido, puede decirse que si bien el concepto de «bien común» que hoy día manejamos, ya desde un punto de vista económico, ya desde uno filosófico, no tiene más de uno o dos siglos de recorrido, el reconocimiento de su existencia es tan remoto como esta misma. Ya en tiempos de los romanos se distinguían tres categorías de propiedad y uso diferentes respecto a los bienes: las res privatae o cosas capaces de ser poseídas por un individuo o familia; las res publicae, las cosas que pertenecen al Estado, encargado de su gestión y sobre todo su conservación; y las res communes omnium, las cosas usadas por todas las personas, en general concernientes al medio natural. Las Institutiones de Marciano, jurista romano del siglo III, incluyen entre dichas cosas comunes el aire, los ríos, el mar y hasta el litoral costero.
El valor de esta categorización de Marciano es, en realidad, más teórico que práctico, dado que en otros corpora jurídicos romanos algunas se esas cosas communes ominum se incorporan dentro de las res publicae populi Romani, es decir, correspondientes al Estado. Pero más allá de esto, hay en la distinción citada un elemento crucial: la consignación y reconocimiento explícito de que hay bienes que son propiedad de todas las personas. Esto no es baladí. Ya hemos visto en otro texto de este número de Gente Corriente que, con una diferencia retrospectiva de casi dos mil años, esto rompe la falacia de Garrett Hardin, en su artículo «La tragedia de los bienes comunes», de 1968. Según este autor, los bienes comunes no son de nadie, y ello hace que estén forzosamente destinados a su deterioro a causa de su incontrolable explotación. La solución que da es maniquea: o se convierten en propiedad privada o se les da un carácter público para restringir los derechos de uso sobre ellos.